Uno de esos viejos coches de caballos que han vuelto a surgir
después de la guerra se detuvo delante de mí y lo tomé sin titubear, causando
la envidia de un señor que se lanzaba detrás de él desesperado, agitando el
sombrero.
Corrí aquella noche, en el desvencijado vehículo, por anchas
calles vacías y atravesé el corazón de la ciudad lleno de luz a toda hora, como
yo quería que estuviese, en un viaje que
me pareció corto y que para mí se cargaba de belleza.
El coche dio la vuelta a la plaza de la Universidad y recuerdo
que el bello edificio me conmovió como un grave saludo de bienvenida.
Enfilamos la calle de Aribau, donde vivían mis parientes, con
sus plátanos llenos aquel octubre de espeso verdor y su silencio vívido de la
respiración de mil almas detrás de los balcones apagados. Las ruedas del coche
levantaban una estela de ruido, que repercutía en mi cerebro. De improviso sentí
crujir y balancearse todo el armatoste. Luego quedó inmóvil.
-Aquí es -dijo el cochero.
Levanté la cabeza hacia la casa frente a la cual estábamos.
Filas de balcones se sucedían iguales con su hierro oscuro, guardando el
secreto de las viviendas. Los miré y no pude adivinar cuáles serían aquellos a
los que en adelante yo me asomaría. Con la mano un poco temblorosa di unas
monedas al vigilante, y cuando él cerró el portal detrás de mí, con gran
temblor de hierros y cristales, comencé a subir muy despacio la escalera,
cargada con mi maleta.
Todo empezaba a ser extraño a mi imaginación; los estrechos y
desgastados escalones de mosaico, iluminados por la luz eléctrica, no tenían
cabida en mi recuerdo.
Carmen
Laforet: Nada, cap. I.
1. Resumen del texto
No hay comentarios:
Publicar un comentario