Comenzaban los primeros túneles de la montaña. Cada uno tenía su
nombre. Mendaña los iba nombrando a medida que iban entrando en ellos.
-El Barro... El del Lobo Viejo... El de la Moza...
Higinio estaba atento a la Marcha de Olaja.
-Las traviesas están medio podridas. Un día nos vamos monte
abajo con todo el percal.
El humo en los túneles los aislaba, los envolvía, Higinio
distinguía la tos bronca, de perro atragantado, de su compañero.
-¡Uf! El caño de respirar se me va a caer al balastro -decía
Mendaña, y escupía prolijamente, con los ojos cargados de lágrimas-. Estoy tan
sucio por dentro como por fuera.
Al entrar en un túnel se sentía como si toda la masa del convoy
se achicase, y, ya dentro de él parecía como si a la primera sensación de
compresión sucediese otra de extensión y el túnel fuera a romperse ante la
fuerza expansiva del tren. El ruido, el humo, la oscuridad, motivaban el juego
de las sensaciones. A la salida, Olaja corría libre y hasta más alegre. Entrar
en un túnel era entrar en una tormenta, en un negro nubarrón cargado de ruidos
meteóricos y sobresalientes, que convertían el paso de unos minutos por él en
algo inexplicablemente terrible, hecho de tinieblas, de insólitas coloraciones
amarillas y rojas en el humo apelotonado en el puente de la máquina, de
furiosos sonidos de hierro y de vapor de fuga.
En los túneles largos habitaba la desazón. la desazón de los
rostros fosilizados de todos los viajeros que habían querido distinguir sus
paredes con los ojos desmesuradamente abiertos. La desazón de los viajeros
ancianos, que imaginaban horribles catástrofes dentro de túneles interminables.
Algo intestinal y ciego; tajado del paisaje; el temor repentino de que Olaja,
hasta entonces obediente, odía dejar de serlo allí mismo.
Ignacio
Aldecoa: Santa Olaja de acero.
1. Resumen del texto
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