A través de los entornados ventanillos podía ver la claridad del
amanecer. No quería encender la luz eléctrica; temía despertarla. Volvió con
suavidad uno de los ventanillos. La cara de ella quedaba en lo oscuro; podía
ver el reflejo turbio de la amanecida en la tabla de los pies de la cama de
matrimonio; la masa de la silla, a la derecha, con su camisa caqui colgada del
respaldo, junto a la ventana; también la azul y rara profundidad de la luna del
armario. Decidió ponerse los zapatos en el pasillo. Al salir de la habitación
recogió la camisa, el jersey mahón y el chaquetón de cuero. Cerró la puerta con
cuidado; su mujer dormía profundamente. Dormiría hasta que el sol hiciera su
primera presencia en la ventana. Ella se despertaba con el sol, no con la
claridad del amanecer. Ella quedaba atrás en su sueño y a él le parecía seguir
dormido aun después de lavarse en la cocina, aun después de salir a la calle y
contemplar el metálico reflejo del asfalto mojado, aun después de asentar el
estómago con la copa de orujo y el té de los madrugadores, hasta que estaba en
la máquina, junto a la boca de fuego, esperando que la caldera cogiese presión
y el compañero fogonero principiase la primera conversación del trabajo.
Bajaba las escaleras colocándose el chaquetón, haciendo el nudo
simple de la bufanda. El portal estaba todavía cerrado. Maldijo, como siempre,
al intentar abrir la puerta. Cuando lo consiguió, el sereno estaba enfrente de él.
Se saludaron como amigos. Comentaron el frío de la noche.
-Ya se va acercando el invierno -dijo el sereno.
-Ya se va acercando -respondió él.
-Al tajo, ¿eh? -dijo el sereno.
-Al tajo -contestó.
Siempre se decían lo mismo. Se despidieron.
Ignacio
Aldecoa: Santa Olaja de acero, cap.1.
1. Resumen del texto.
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