Por dificultades en el último momento para adquirir billetes,
llegué a Barcelona a medianoche, en un tren distinto del que había anunciado, y
no me esperaba nadie.
Era la primera noche que viajaba sola, pero no estaba asustada;
por el contrario, no parecía una aventura agradable y excitante aquella
profunda libertad en la noche. La sangre, después del viaje largo y cansado, me
empezaba a circular en las piernas entumecidas y con una sonrisa de asombro
miraba la gran estación de Francia y los grupos que estaban aguardando el
expreso y los que llegábamos con tres horas de retraso.
El olor especial, el gran rumor de la gente, las luces siempre
tristes, tenían para mí un gran encanto, ya que envolvía todas mis impresiones
en la maravilla de haber llegado por fin a una ciudad grande, adorada en mis
ensueños por desconocida.
Empecé a seguir -una gota entre la corriente- el rumbo de la
masa humana que, cargada de maletas, se volcaba en la salida. Mi equipaje era
un maletón muy pesado -porque estaba casi lleno de libros- y lo llevaba yo
misma con toda la fuerza de mi juventud y de mi ansiosa expectación.
Un aire marino, pesado y fresco, entró en mis pulmones con la
primera sensación confusa de la ciudad: una masa de casas dormidas; de
establecimientos cerrados; de faroles como centinelas borrachos de soledad. Una
respiración grande, dificultosa, venía con el cuchicheo de la madrugada. Muy
cerca, a mi espalda, enfrente de las callejuelas misteriosas que conducen al
Borne, sobre mi corazón excitado, estaba el mar.
Debía parecer una figura extraña con mi aspecto risueño y mi
viejo abrigo que, a impulsos de la brisa, me azotaba las piernas, defendiendo
mi maleta, desconfiada de los obsequiosos "camàlics".
Recuerdo que, en pocos minutos, me quedé sola en la gran acera,
porque la gente corría a coger los escasos taxis o luchaba por arracimarse en
el tranvía.
Carmen
Laforet: Nada, cap.I. Inicio de la novela.
1. Resumen del texto
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